Sobre el término ‘decrecimiento’ y sus usos
Habida cuenta de la magnitud de las agresiones que el capitalismo imperante ha asestado contra la naturaleza, y al menos en el Norte opulento, se impone reducir los niveles de producción y de consumo de muchos bienes. Y ello de resultas de al menos tres circunstancias: vivimos por encima de nuestras posibilidades, es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y, en fin, empiezan a faltar materias primas vitales.
Ahora bien, ¿es el término ‘decrecimiento’ el adecuado para describir esa propuesta o, por el contrario, y como señalan voces muy respetables, arrastra problemas severos? Hablando en propiedad, ninguno de los conceptos que utilizamos para describir iniciativas complejas deja de suscitar polémicas. Un ejemplo: aunque la mayoría de los improbables lectores de este texto se confesarán anticapitalistas, parece evidente que no todos los discursos que se reclaman de esa etiqueta son suscribibles. Determinadas modulaciones del rigorismo islamista contestan agriamente el capitalismo sin que sus cimientos conceptuales y su propuesta final sean, claro, los nuestros.
A duras penas, y en semejantes condiciones, podría uno pretender que el término ‘decrecimiento’ está libre de carencias. Hay quien señalará, así, que en realidad se ha abierto camino en los últimos meses un activo proceso de decrecimiento que es resultado de la llamada crisis financiera. Salta a la vista que ese proceso nada tiene que ver con lo que proponemos, y ello por mucho que, a la hora de describirlo, resista el empleo –bien es verdad, eso sí, que más bien raro– del mismo término. En paralelo, tampoco faltará quien aduzca que la palabra ‘crecimiento’ en su sentido más cotidiano tiene entre nosotros un cariz positivo –hablamos, por ejemplo, de crecimiento personal–, de tal suerte que no parecería razonable atribuir una condición saludable, también, a su antítesis. Lo suyo es reconocer que lo del decrecimiento acarrea un riesgo nada despreciable: si declaramos rechazar el concepto de ‘crecimiento’ porque entendemos que incorpora una aberrante inclinación en provecho de lo estrictamente cuantitativo y en detrimento de la consideración de variables sociales y medioambientales fundamentales, corremos el riesgo de que, al contraponer el vocablo ‘decrecimiento’, éste se vea impregnado del cuantitativismo de su contrario, de tal suerte que se traslade la idea de que, en los hechos, lo único que demandamos es que se verifiquen reducciones en los niveles de producción y de consumo.
Se aducirá, entonces, que debemos poner el acento, no en la demanda de esas reducciones, sino en la condición del proyecto alternativo –primacía de la lógica social frente al consumo y la propiedad, reparto del trabajo, ocio creativo, reducción del tamaño de infraestructuras, preponderancia de lo local, sobriedad y simplicidad– que defendemos, o, lo que es casi lo mismo, que debemos tirar por la borda el término ‘decrecimiento’. De operar de esa manera, lo que ganaremos por un lado lo perderemos por el otro. No se trata de esquivar la mención, siempre necesaria, de los rasgos del proyecto alternativo. Se trata de preguntarse si la mera enunciación de éste, mil veces realizada desde la trinchera del ecologismo radical, es suficiente, en clave de comunicación pública, para desvelar un problema tan hondo. Y ello por no hablar de que algunas de las manifestaciones del proyecto ecosocialista de siempre no acaban de dar el paso definitivo en el sentido de cuestionar directamente las presuntas virtudes del crecimiento económico. En ese sentido, el término ‘decrecimiento’, pese a sus carencias, tiene la virtud de poner delante de nuestros ojos determinadas exigencias que en otras circunstancias quedarían un tanto mortecinas. Dicho sea de paso, no parece que sea distinto lo que corresponde afirmar del vocablo ‘acrecimiento’, que más bien parece invocar la conveniencia de dejar, sin más, las cosas como están.
Es verdad que la discusión que nos atrae tiene perfiles distintos si utilizamos los indicadores económicos del sistema o si empleamos otros de carácter alternativo. En el primer caso no hay manera de esquivar una conclusión: nuestra demanda de acabar con la actividad –o al menos de reducir ésta– de sectores como el militar, el automovilístico, el de la aviación, el de la construcción o el de la publicidad se traduciría en una reducción del Producto Interior Bruto (PIB), sin que sea sencillo entender qué es lo que de malo aprecian en ello quienes recelan del término ‘decrecimiento’. Parece como si reclamar medidas que deben rebajar los niveles del PIB fuera, en sí misma, una actividad pecaminosa. Harina de otro costal es lo que sucedería si utilizásemos indicadores alternativos que valoren en su justo punto las actividades de cariz social y medioambiental. No hay ningún motivo para rechazar que el retroceso de los sectores económicos cuya actividad queremos que se reduzca se vería compensado entonces por el impulso que recibirían esos menesteres sociales y medioambientales, con lo que, en el cómputo final, la economía en conjunto podría no decrecer.
Pero no debe olvidarse que, por muy lógica que sea esta última consideración, lo cierto es que el común de las gentes razona conforme a los indicadores convencionales, de tal suerte que parece preferible poner delante de los ojos de la ciudadanía lo que aquéllos, pese a su impresentabilidad general, revelan bien a las claras: el peso ingente de actividades económicas extremadamente dañinas para el medio natural y la necesidad consiguiente de ponerles freno. Hay quien aducirá que asumir como propio, aun a regañadientes, ese terreno de juego es una opción delicada, o al menos lo es si uno demanda, en época de elecciones, el cierre de complejos fabriles y el reparto del trabajo (tal vez esto explica, siquiera sólo sea de modo parcial, por qué el ámbito en el que las propuestas de decrecimiento germinan con mayor rapidez es el que proporciona el mundo libertario, por definición ajeno a las consultas electorales).
Lo que en ningún caso debemos hacer es trampear con cuestiones tan delicadas como éstas, toda vez que podríamos deslizarnos por un camino mil veces recorrido, como es el de rebajar nuestras propuestas para que la ciudadanía no vea en ellas lo que a muchos nos gustaría, muy al contrario, que viese con claridad. En este orden de cosas, el término ‘decrecimiento’ tiene la virtud del aldabonazo que coloca delante de nuestros ojos un problema fundamental tras obligarnos a formular preguntas muy delicadas sobre la sinrazón que rodea al crecimiento que nos venden por todas partes. Creo que eso es lo que aprecian en él, por lo demás, la mayoría de los interpelados. Y es que semejante capacidad de despertar conciencias no la tiene ninguno de los vocablos alternativos que se manejan.
Ello no es óbice para que quienes nos reclamamos del decrecimiento pongamos todo nuestro empeño en subrayar que el proyecto correspondiente no implica en modo alguno, antes al contrario, una general infelicidad. Trabajaremos menos y, muchos, ganaremos también menos dinero, pero disfrutaremos de más tiempo para otros menesteres y demostraremos fehacientemente que es posible vivir, más felices, consumiendo mucho menos y asumiendo, claro, un ambicioso proyecto de redistribución de la riqueza.
Carlos Taibo. Profesor, ensayista y analista internacional
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