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18 de diciembre de 2012

La pérdida de las capacidades humanas inducida por los transportes


La pérdida de las capacidades humanas inducida por los transportes
Presentación en la plenaria del Encuentro Ivan Illich del 14 de diciembre de 2012, en Cuernavaca

Cada año, el territorio donde vivo (la Cuenca del Valle de México), se altera con mayor rapidez. Veo crecer no sólo mi ciudad sino todas las ciudades de México, y aún las de los países poderosos que tienen población en decrecimiento. Desde que se introdujo la máquina de vapor hace más de doscientos años, todo camina en el mundo, hasta las mismas rocas, los montes, los ríos, las casas, los edificios, los pueblos, las ciudades, y los bosques, como aquel famoso bosque en el Macbeth de Shakespeare: No alces la cabeza, rebelión, hasta que camine el Bosque de Birnam. Todo se mueve a mí alrededor todos los días, casi imperceptiblemente, a velocidades diferentes.  El paso diario de los transportes cambia continuamente el paisaje: aumentan las personas que se transportan, las unidades de transporte que transitan por mi comunidad.  Aumenta la superficie pavimentada o urbanizada; aumentan el número y la altura de los edificios que me rodean; aumenta el volumen de carga; aumenta la velocidad puntual, ocasional, de los transportes. El transporte mueve, disloca, cambia todo lo que está en su cercanía y altera el paisaje rural y urbano. Cambian los usos del suelo. El transporte disloca o deporta a las personas, expele las cosas y también disloca el tiempo de nuestra vida.

El culto a la velocidad es el símbolo que organiza a los transportes y crea el Espectáculo de la Velocidad. La velocidad que envejece al mundo se ha vuelto un nuevo absoluto. Hoy nacemos sólo para movernos. Sin embargo, el Espectáculo de la Velocidad, la apariencia de velocidad, no es realmente la velocidad que nos gustaría tener. En el libro Energía y Equidad, (1973), Ivan Illich nos descubre, por medio de la noción de la “velocidad generalizada”, lo que ocultan la industria, los gobiernos y las universidades, de la siguiente manera “el varón americano típico consagra mas de 1,500 horas por año a su automóvil: sentado en él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, los seguros, las infracciones y los impuestos para la construcción de carreteras y los estacionamientos. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él o trabaja para él. Sin contar con el tiempo que pasa en el hospital, en el tribunal o en el taller o viendo publicidad automovilística ante el televisor… Estas 1,500 horas anuales le sirven para recorrer 10,000 kilómetros, es decir, 6 kilómetros por hora. Exactamente la misma velocidad que alcanzan los hombres en los países que no tienen industria de transporte. Con la salvedad de que el americano medio destina a la circulación la cuarta parte del tiempo social disponible, mientras que en las sociedades no motorizadas se destina a este fin sólo entre 3 y el 8 por 100.” Desde entonces sabemos que la velocidad no es sino la cara oculta de la riqueza; de la riqueza que la gran mayoría a la mayoría de la población transfiere a una minoría muy poderosa, el 1%.  

Con las vías de comunicación, se desnaturaliza no sólo el tiempo también el territorio. La civilización del automóvil aleja los lugares donde se realizan las grandes actividades humanas( la vivienda, el trabajo, las amenidades); arruina los comercios y los placeres de proximidad mientras nos impone la dictadura de un modelo urbanizador  adaptado a sus necesidades: el hombre ha quedado entonces al servicio de la maquina, del automóvil. Mientras más transportes circulan en el territorio menos valen socialmente las personas, menos belleza y amenidad tiene el paisaje que nos rodea.  Muere en el mundo la autonomía, aparece el desvalor de la persona, la familia y la comunidad territorial y desde luego de la Madre Tierra. La creciente cantidad de transportes que circulan por nuestras casas, banquetas, calles, jardines, camellones, parques, bosques y campos de cultivo; el aumento en la circulación de autos y camiones en las vías rápidas y las carreteras, multiplican las muertes y las discapacidades, especialmente paro los grupos vulnerables, como niños, jóvenes, mujeres y ancianos. Esta guerra de baja intensidad provoca más muertos y discapacitados que las guerras de gran intensidad como la de Iraq o las guerras civiles, como la de Libia o Siria.   

El mundo moderno deslocaliza tanto a los hombres como a los objetos y los hace intercambiables; se deporta a los  vecinos que residen en el centro de las ciudades hacia las afueras de las mismas; se desplaza a los campesinos fuera de sus tierras; se hace migrar a todas las poblaciones en la penuria económica hacia los países poderosos. Todos podemos inesperadamente ser desplazados de nuestra casa, calle, colonia, ciudad o país, por algún giro repentino, violento, típico de la mundialización: una vía rápida, una ampliación de carretera o una nueva línea del Metro, una célula de un cartel del narco, una crisis social, económica o política… La construcción de calles anchas, de bulevares y calzadas, de viaductos, periféricos, pasos a desnivel, distribuidores viales, segundos pisos, arcos viales, cortan, laminan, trituran el tejido urbano, hacen fuerte al crimen organizado, y pone todo lo que necesito cada día más lejos: puedo ir más rápido a Tlahuac con la línea 12 de Metro, pero los lugares a los que necesito ir que estaban cerca de mi colonia ahora empiezan a moverse hacia otras demarcaciones; cada año me cuesta más tiempo ir a visitar a los amigos en su casa o encontrar lo que busco cerca de casa. Cierto, el OXXO, el Walmart, y Bancomer y Banamex me quedan cada día más cerca, pero, desapareció mi antigua miscelánea, mi abarrote, mi panadería, mi tintorería, mi zapatero, mi carpintero, mis pequeños comerciantes; se fueron los antiguos vecinos y llegan unos nuevos que proyectan sus nuevos domicilios en otras colonias, ciudades o países.  Quienes viven cerca de los megaproyectos, quedan rodeados, “encapsulados” por grandes obstáculos: rodeos enormes, vallas, puentes y túneles peatonales; deben franquear grandes distancias para ir del otro lado de estas infraestructuras; los viajes que eran cortos se hacen largos; es más rápido ir más lejos que más cerca; frecuentemente es más rápido tomar una tangente que ir derecho al punto que quieren.  La esfera tecnológica mata a la esfera geográfica (social, política, cultural). El hombre consumista es un producto hidropónico: se cultiva fuera del suelo, vive en su auto o en una vivienda u oficina, a varios pisos sobre el suelo. Es mal visto ser con toda evidencia de un lugar. Las lenguas regionales y aun los acentos locales son poco aceptados o deslegitimados. La desterritorialización genera incomprensión y violencia. En la aldea global todo es igual, como los aeropuertos o las franquicias Mac Donalds; en ella se multiplican los llamados No lugares o lugares iguales en todo el mundo, o los lugares chatarra, o la “tierra de nadie”, como las vías del ferrocarril, los sumideros, las zonas industriales, los bajo puentes.

En México, sólo un 18% de sus ciudadanos utilizan regularmente el automóvil, no obstante, las ciudades están hechas para ellos(los trailers empiezan a desplazarlos). La opinión del automovilista pesa algo así como la opinión de diez ciudadanos sin automóvil, ya que consigue imponer las vías rápidas que necesita, eliminar los impuestos a las gasolinas, a los autos, a los estacionamientos: es un ciudadano “pesado”: hace surco por donde se desplaza. En cambio el peatón vive un mundo “del otro lado del parabrisas”, un mundo de alto riesgo, muy hostil que habitualmente debe, además, convertirse en “usuario del transporte público”.   El peatón y el usuario del transporte sienten toda la miseria, el sentimiento de abandono, impotencia, exclusión, pobreza “moralmente sentida”, desesperación, segregación que acompaña a su condición.  El sistema de transportes impone las peores humillaciones a la mayor parte de los ciudadanos. Según el libro Dans le miroir du passe, Ivan Illich, lanza en 1968, una severa crítica al economicismo dominante, que impone el transporte obligatorio para sobrevivir en la modernidad, con el concepto de desvalor que designa la pérdida… que no se podría estimar en términos económicos. Que el economista no tiene medio alguno para estimar lo que sucede a una persona que pierde el uso efectivo de sus pies porque el automóvil ejerce un monopolio radical   sobre la locomoción. De lo que se priva a esta persona no pertenece al dominio de la escasez. En el presente, para ir de aquí a allá debe comprar kilómetros-pasajero. El medio geográfico paraliza sus pies. El espacio ha sido convertido en una infraestructura destinada a los vehículos. ¿Esto quiere decir que los pies son obsoletos? Desde luego que no. Los pies no son “medios rudimentarios de transporte personal” como nos lo quieren hacer creer algunos responsables de las redes carreteras. Pero, sucede que, atascada en lo económico (por no decir anestesiados) la gente se ha vuelto ciega e indiferente a la pérdida inducida por el desvalor.

Las cuatro o cinco horas diarias que dedican al transporte la gran mayoría de las personas en el mundo, en buenos y malos trenes rápidos, suburbanos o de cercanías; en Metros o Metrobuses; en autobuses o camiones; en autos de lujo o económicos, equivalen aproximadamente a 1,400 horas al año en las que gastan en promedio la tercera parte de sus ingresos; sin embargo, en estas horas, normalmente no descansan, sufren mucha tensión o stress; no se educan, se embrutecen; no gozan, se aburren mucho; no ganan dinero, lo pierden miserablemente; viven los peores momentos de sus vidas y abandonan a su familia y a sus amigos. Podemos en este momento establecer las siguientes reglas: La Primera Regla: La Buena Vida o el Buen Vivir es inversamente proporcional al uso diario de transporte: mientras menos transporte diario más bienestar social, mas prosperidad. La Segunda Regla: El mejor transporte es el que no se usa o no se fabrica: el usó mínimo del transporte implica el beneficio máximo. Esto no significa que los transportes deban desaparecer totalmente; solo deben ser utilizados lo menos posible; se debe fijar un máximo de velocidad de 25- 30 kmh, que es la velocidad óptima de los transportes urbanos.  Las tres o cuatro horas diarias en las que utilizamos indebida pero obligatoriamente el transporte, son consecuencia de los grandes beneficios que estas horas de transporte le reportan a una minoría de la población, el 1% del que habla Occupy Wall Street y, también, de la colonización mental de la gran mayoría de la población. En efecto, la escuela, los medios y la publicidad y el consumo de la cotidianidad tecnológica, hacen posible que duren todavía los valores que conservan en el mundo las tres o cuatro horas que diariamente pierde miserablemente la gran mayoría de la población humana.


Miguel Valencia Mulkay.- ECOMUNIDADES, Red Ecologista Autónoma de la Cuenca de México  

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